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Transición al equilibrio

ROBERT FERRER: CONSUME EL FUEGO LAS IMÁGENES
por
ALFONSO DE LA TORRE



Formas primeras, impasibles, herméticos poderes (…),
puertas y guardianes, abismo y arco tendido sobre el abismo.
Pablo Palazuelo[1].



Puerta abierta a lo invisible, mas también encontrada con lo poético, referir las creaciones de Robert Ferrer i Martorell (Valencia, 1978) inevitablemente nos conduce, en esta morada del pensar, a un primer vestíbulo. Estancia de luces quietas, salón de los pasos perdidos habitado por huéspedes nobles de la pintura de otro tiempo, pienso en la reunión de nuestros Mompó, Sempere o Ràfols Casamada, estirpe inmemorial de pintores poetas. O en el Miró más concentrado: el que miraba la noche titilar en Normandía. Delgadeces son los ritmos cromáticos de Alfredo Hlito, quien también habita esa estancia, con suspendido aire de tiempo moderno. Estar bauhausiano, son Klee y su vecino Kandinsky y, desde sus pinares, una cofradía de geómetras y pintores claros, perseguidores de eso que hemos llamado el trabajo de lo visible. Además de ciertos artistas citados en este texto, algunos nombres inevitables llegan a la memoria: Carlos Cruz Díez, Sandu Darie, Richard Paul Lohse-Stiftung, Tomás Maldonado, Alejandro Otero, Alexandre Wollner, entre otros.

Y pensé también que estas puertas de Ferrer, tentadoras de lo invisible, abrían a otra estancia, donde reflexionaban Edmond Jabès e Yves Bonnefoy, poetas de la desnudez y la letargia, elogiadores de un mundo en suspensión habitado por calles desiertas. Vates de la puerta abierta a las preguntas. “Busqué el límite y encontré lo ilimitado. Busqué lo ilimitado y encontré el límite”[2], sentenciaba Jabès. Y más portones, esta vez a otra estancia, donde Maurice Blanchot, con una mueca, se pregunta por la certeza del blanco, tal Ferrer en alguna de sus monocromías, tempestades blancas.

Vibra la luz, con un cierto aire iniciático, evocador del hágase la luz[3], y tarea del artista tentar esa suerte de incandescencia, recordando a Malevich cuando señalaba la luz era, justamente, la posibilidad de la revelación[4], pintura devenida un medio de conocimiento del mundo, pregunta del saber. Arte del pensar, el de Robert Ferrer, que nos ha detenido en el bulevar Saint Germain en ocasiones, chez Lina Davidov, frente a los extraños juegos de equilibrio de sus obras, danzarines formas sumergidas o estallantes en la transparencia, hilos o planos, exaltados círculos y cuadrados, formas en colores primarios viajeras allende la extensión de la obra, vibración poética de los signos entre la luminaria del espacio. Devenidos tales espacios en luminiscentes, parecerían extensión embriagadora de la luz, fulgor antes que vacío, escarcha restallante en el largo día invernal. Le recordé, sus puertas blancas, leyendo hace unos días a Georges Limbour, escribiendo de Klee: “Quand l’hiver glace sur les vitres un magnifique fond de cristal pullulant de prismes, d’étoiles, d’arbres aux rayonnements chargés de fruits et de fleurs”[5].

Se vincula Ferrer a una estirpe de artistas frecuentadores de lo transparente: “Vibra aún / cristalina / sonora / contracción”, escribirá Palazuelo[6]. Y, en palabras de Cirlot, en el Diccionario de Símbolos: “el «estado de transparencia» se define como una de las más efectivas y bellas conjunciones de contrario: la materia «existe», pero es como si no existiera, pues se puede ver a su través. No hay dureza a la contemplación, no hay resistencia ni dolor”[7].

Ingrávido mundo plástico, líricas estructuras del aire en la herencia de Lazslo Moholy-Nagy, Francisco Sobrino, Jesús Rafael Soto o Georges Vantongerloo, entre otros. Podría Ferrer firmar aquel mítico “Manifiesto” pergeñado por Auguste Herbin, en el ilusionado Paris de los cincuenta, que defendía la utopía de un espacio concebido desde la exaltación lumínica: “por líneas, formas, superficies, colores y sus relaciones recíprocas y, para la tridimensión, un cierto volumen animado por planos, volúmenes, vacíos, exaltando la luz”[8]. O la elevación de las nuevas realidades que señala Sempere en esos años, constructor, también él, de misteriosos espacios poetizados, en forma de cajas luminiscentes: “el problema de la luz para ensanchar el horizonte de posibilidades del arte no figurativo (…) el elemento esencial es la luz. Nace de la obra misma y llega al espectador con toda la fuerza de su presencia física, poetizada, materializada por planos simples y materiales coloreados o transparentes”[9], dirá en otro “Manifiesto” que entrega en el Salón parisino de 1955, casi como un panfleto de la luz[10].

Y pienso ahora que el aire de las construcciones de Ferrer está poblado por ese rumor poético, su tentativa de transición al equilibrio mas, también, por las tensiones que elevan las formas, devenidas energía y número. Sabemos son los destinos del Cosmos, los mandamientos conjuntos: “ils rendent visibles, sur l’étendue mesurable de la toile ou du papier, les mandements conjoints -Énergie et Nombre- qui président aux destinées du Cosmos”[11]. Erige Ferrer sus reflexiones tentadoras de la transgeometría, esto es, son búsqueda, el trabajo en torno a la propia palpitación de los signos que quedarán así, tanto revelados como acariciando la pregunta en torno a su posible inmediata consunción: “desvelar”, “misterio”, “extinción”, “silencio” o “huellas”, han sido términos planteados por este artista, habituado a territorios poblados de tránsitos e incerteza.

Pensamiento en torno a los enigmas del espacio pictórico, desplazamientos y fingimientos que no esquivan, tampoco, su relación con el vacío siempre desde esa dimensión poética. Parece tentar Ferrer la extensión del espacio, otrora transmutarlo plegándolo o doblarlo sobre sí, secciones o expansiones diversas, fragmentos viajeros en la ingravidez, construcciones trabadas como un cuidadoso forjador de transparencias que revelare el sueño de la agitada vida de las formas. Puertas tal tránsito, pues pareciere encontradas con misteriosos espacios abiertos o imponentes en su misterioso estar obscuro. Es Ferrer, así, otro imaginativo introvertido, otro caballero de la soledad[12], un creador también con algo de pintor gramático, tentador de la elevación de misterios, un artista silencioso frecuentador de un aire extraterritorial en su propuesta, pues siendo pintor de enigmas su mundo ordenado no cesa en plantear formas de aire paradójico que esquivan los meros juegos formales e indaga entrópico, más bien, en una suerte de aporía: en torno al fuego que consume las imágenes. Ciertamente vinculado a algunos de nuestros artistas más líricos pero, a la par, con un aire de soberana independencia en su obra que subraya en el encuentro de lo medido con el aire de accidente. Se eleva Ferrer del ras terrenal. Como en el ciclo de sus De somnis, serie de Pablo Palazuelo en los noventa, las obras de Ferrer semejan ahora embargadas de una cierta letargia y los dispositivos de ensoñación parecen convocarse en algunas de sus puertas pues en ellas Ferrer se desvela como otro soñador de las líneas.

Sabida su querencia por la mención de lo invisible, su obra no sólo promueve la reflexión en torno al espacio pictórico, sino su ampliación allende la superficie de la obra, extensión de las preguntas que tientan la penumbra en múltiples direcciones. Antisolemne, versos escritos con lo mínimo, reducido el color, deja Ferrer hablar a las líneas que, a veces, parecen elevarse en laberinto mas también, otrora, expandirse como declarada travesía, gozosa e imparable, imperiosa pareciere, a la tridimensión o, repentinamente, viajar al centro y concentrarse. Línea, tal emblema del movimiento en el espacio, activadora por tanto de éste, mas también tentadora de la verdadera visión, ese extraordinario vehículo de energías que permita hacer visible lo invisible. Un quehacer concentrado que subraya aquel reposar sobre la tierra y volar[13] que viera Grohmann en Klee.

Me gusta recordar siempre, -ya saturado de poetas, acariciado por esta, también, letargia-otra-, que tentar el orden en el espacio indeleblemente sitúa a Ferrer bajo el signo de la malinconia, pues es la geometría un enigma, “exilio y meditación sobre el exilio”, decía Yves Bonnefoy[14].



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NOTAS AL TEXTO

[1] PALAZUELO, Pablo-ESTEBAN, Claude. Palazuelo. Paris: Éditions Maeght, 1980, p. 147.

[2] JABÈS, Edmond. Citado por BENHAMOU, Maurice. En el catálogo Distances. Paris: Hospital de la Salpêtrière-Chapelle de Saint-Louis, 1981.

[3] Mención a la obra de Yaacov Agam, Que la lumière soit. Concebida para el Musée d’Art Moderne de la Ville de Paris, VI/1967 (y a las hermosas imágenes de la « acción » de Hervé Gloaguen).

[4][4] MALEVICH, Kazimir. La luz y el color (1923-1926). Lausanne: Jean-Claude Marcadé-Sylviane Siger, Éditions L’Age d’Homme, 1981.

[5] LIMBOUR, Georges. Paul Klee. Paris: “Documents”, nº 1, IV/1929. Reproducido en: Georges Limbour. Spectateur des arts. Écrits sur la peinture. 1924-1969. Paris: Le Bruit du Temps, 2013, p. 43.

[6] PALAZUELO, Pablo. Pablo Palazuelo. Inextinguible llama. Poemas (Antología de Alfonso de la Torre). Madrid: Ediciones del Umbral-Colección Invisible, nº 1, 2015-2016, p. 54.

[7] CIRLOT, Juan-Eduardo. Diccionario de símbolos. Barcelona: Labor, 1992 (la edición consultada), p. 152. Publicado en Barcelona: Luis Miracle Editor, 1958.

[8] HERBIN, Aguste. Premier Manifeste du Salon des Réalités Nouvelles. Paris, 1948.

[9] SEMPERE, Eusebio-SOLDEVILLA, Loló. Manifiesto. Paris, 8/VII/1955.

[10] Lo entregó junto a Lolo Soldevilla (1901-1971) en el “Salon des Réalités Nouvelles” (Paris, 1955): “la luz –escribían- es el elemento esencial”, también reivindicaban el “diálogo poético”. Está narrado, con mayor amplitud en: DE LA TORRE, Alfonso. Eusebio Sempere: Ida y Vuelta. Valencia: IVAM, 1998, pp. 55 y ss.

[11] ESTEBAN, Claude: Présence de Palazuelo. En: Traces, Figures, Traversées. Paris : Éditions Galilée, 1985, p. 219.

[12] DE LA TORRE, Alfonso. Pablo Palazuelo: el caballero de la soledad. Madrid: Galería Fernández Braso, 2016.

[13] GROHMANN, Will. Paul Klee (1879-1940). Paris : Flammarion, 1955, s/p.

[14] Citado por: CLAIR, Jean. Maquinismo y melancolía en la pintura italiana y alemana de entreguerras. En: Malinconia. Madrid: Visor, 1999, p. 90.

Transición al equilibrio
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